martes, marzo 07, 2006

“Terrorista” quiere decir “artista”

Por Rosa Miriam Elizalde
“Terrorismo”
es una palabra tan equívoca en los tiempos que corren, tan deformada y maldita y difusa, que ya ni asusta. Es como si el terror fuera un definitivo compañero del hombre, en la cama y en el parque, con su familia querida o frente a los enemigos. Se ha prostituido tanto, que Bush sostiene que él es la libertad y la democracia, y los otros los terroristas, y el mundo no se levanta en pleno para darle un manotazo en la boca y zafarle un diente. Leyendo a Manuel Altolaguirre el otro día, descubrí que había traducido una obra de teatro en verso, Festín durante la peste, de Pushkin, donde puede encontrarse esta pavorosa estrofa: “Todo cuanto amenaza con la muerte/ oculta una delicia /prenda tal vez de la supervivencia”.
Parece que es así, definitivamente. Recordaba los versos leyendo las últimas noticias que vienen de Miami, que nos dicen que Luis Posada Carriles no es un ponebombas, sino un pintor encarcelado, cuyas obras se han comenzado a vender en la Pequeña Habana a 200 y 350 dólares cada una. Según la personal transmutación de este hombre —responsable, por ejemplo, de la muerte de 73 personas dentro de un avión en pleno vuelo—, el término “terrorista” habría que disfrazarlo ahora con el de “artista”.
Lo extraordinario no es que ocurran cosas como estas, sino que no sean nuevas y pasen por los ecos noticiosos como si nada, y que la gente acepte sin inmutarse la alegre permuta de la palabra “terrorista” por “artista”. Lo asombroso es que en el Sur de la Florida no sea inédito que un asesino pose de virtuoso del pincel. Posada es ahora pintor de éxito, como ya lo fue Orlando Bosch, su socio y cómplice en el sabotaje contra el avión de Barbados. Para mayor coincidencia, las pinturas de Bosch también se exhibieron y vendieron, cuando esperaba por una orden de deportación, que fue sustituida, primero, por la libertad condicional y después, por la residencia permanente. El desenlace fue aderezado, por supuesto, con el triunfal desfile en Miami.
El 9 de febrero de 1990, el Nuevo Herald publicaba una nota titulada “Exposición de pintura de Orlando Bosch”, y en el primer párrafo se podía leer: “El doctor Orlando Bosch tiene 63 años, de los cuales ha pasado 17 en prisiones de Estados Unidos y Venezuela. Ahora, pendiente de una orden de deportación que no se ha hecho efectiva, se encuentra en el Metro Correctional Center. Allí, pinta”.
Al menos en el caso de Bosch la operación tuvo tanto éxito, que inmediatamente después de recibir el perdón del padre del actual Presidente norteamericano, se dedicó a vender sus pinturas, no para costearse un retiro bien ganado de terrorista que ha prestado múltiples servicios a la “causa”, sino para seguir practicando su “arte”. El Herald publicaría, el 2 de marzo de 1992, que “Bosch recauda $18 000 para la ‘mezcla de los albañiles’ en exposición en la Pequeña Habana”. Por supuesto, el diario tuvo que explicar qué tipo de “mezcla” compraría el “pintor” y quiénes eran los “albañiles”: armas para quienes supuestamente “construirían” a la fuerza otro gobierno en Cuba.
Que no era un desliz pasajero del diario, lo prueba que el Herald siguió dándole espacio al asunto, de manera intermitente, al menos durante un año. En su edición del 12 de junio de 1993 se lee: “La vida bajo libertad condicional del combatiente anticastrista Orlando Bosch transcurre en los últimos meses entre dos mezclas. En una paleta, Bosch combina los óleos de sus serenos paisajes cubanos: El Llanito del Escambray, lago El Sapo, ensenada de Baracoa, playa de Batabanó, expuestos desde el viernes en un restaurante de la Calle Ocho. En la otra paleta, dice, mezcla ingredientes que serán enviados a los ‘albañiles’ de una sonada rebelión en Cuba este año desde un lugar en América...”.
Al margen de la metamorfosis de las palabras, que pone “artista” donde debería decir “terrorista”, hay otras preguntas que cualquiera podría hacerse: ¿por qué alimañas como Posada y Bosch adquieren tan fácilmente el título de “pintores”? ¿Por obra y gracia de su afición a la muerte, que allí se glorifica, o porque Miami no tiene otra cosa que mostrar en un festival de artes plásticas, como no sea a estos paisajistas de gastadas y ripiosas campiñas? Sea lo que sea, si seguimos con este sortilegio de las palabras, ahorita leeremos que las víctimas de estos y otros asesinos son responsables de sus muertes, porque se les ocurrió cruzarse en el camino de bucólicos imitadores de lagos, como el de El Sapo, y de ensenadas, como la de Baracoa. Es decir, que no importa lo que haya pasado o vaya a pasar mañana o dentro de diez años, porque es parte de una guerra que nadie podrá conseguir que se detenga. Hasta que no haya ni qué pintar ni a quién matar en el planeta.

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